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Dónde y cómo deben reunirse los creyentes.

Estos tratados, escritos por J. N. Darby desde 1828 hasta 1874, fueron de gran influencia y bendiciónpara muchos creyentes durante el siglo XIX en relación con la restauración de la verdad escrituraria de la Iglesia o Asamblea tal como Dios la estableció al principio, en contraste con lo que la mano del hombre ha hecho de ella a lo largo del tiempo (compárese Hageo 2:9, que da cuenta de las diferentes condiciones de la misma casa de Dios, con 1 Corintios 3:10-13).Por su gran fuerza demostrativa, ayudaron a los creyentes de entonces a discernir, por medio de las Escrituras, y aparte de toda tradición religiosa, los principios divinos sobre los cuales los cristianos pueden marchar juntos en feliz comunión práctica sobre la verdadera base divina de reunión: la verdad de la unidad del cuerpo de Cristo en la tierra, “guardando la unidad del Espíritu" (Efesios 4:3), en un tiempo de confusión eclesiástica cada vez mayor, y en medio de las ruinas de una cristiandad profesante, cuyo apartamiento de la verdad bíblica ha alcanzado dimensiones colosales y vertiginosas. Mediante estos escritos, sale una vez más a luz el camino trazado "desde el principio" en la Palabra de Dios (1 Juan 2:24), y por tantos siglos olvidado, para que los creyentes puedan congregarse según esta base inconmovible de la unidad de "todo el cuerpo" en la tierra (Efesios 4:16), y al solo Nombre del Señor, de conformidad con Mateo 18:20.

De este Salmo 22 se puede decir con propiedad que constituye el centro moral del libro de los Salmos, pues nos muestra la obra del Señor Jesús, la que hace posibles todas las bendiciones contenidas en el resto del libro y el cumplimiento del consejo de Dios para con su pueblo y para con la tierra. Estamos aquí en presencia de lo que está en el corazón mismo del pensamiento de Dios con respecto a su gloria y también con respecto a nuestra bendición: los sufrimientos de Cristo durante las tres últimas horas de la cruz.

Al leer el Antiguo Testamento queda bien claro que Dios exigía de su pueblo terrenal que le diera anualmente una parte de sus ingresos, es decir, la décima parte o el diezmo. Este era un mandamiento adicional a los sacrificios obligatorios que se debían ofrecer a causa de los pecados cometidos, al impuesto del templo y a parte de las cosechas del campo, entre otras ofrendas. Unas eran obligatorias y otras voluntarias.

Cuando Jesús preguntó: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? Respondiendo Simón Pedro, dijo: Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente” (Mateo 16:15-16). Se lo había revelado el Padre, y por esta razón es llamado “bienaventurado”. Al final de su vida, sabiendo que en breve debía abandonar el cuerpo (2 Pedro 1:14), el apóstol hace una exhortación muy importante: “Creced en la gracia y el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo” (cap. 3:18). De un modo muy simple, y sin duda muy parcialmente, hemos intentado mostrar algunas de las glorias de esta Persona maravillosa, cuya profunda contemplación puede transformar nuestras vidas (2 Corintios 3:18). Mientras estemos en la tierra, nunca podremos escudriñar todo este misterio. “Nadie conoce al Hijo, sino el Padre” (Mateo 11:27). En su oración, el mismo Señor Jesús decía: “Y esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado” (Juan 17:3). Efectivamente, “este es el verdadero Dios, y la vida eterna” (1 Juan 5:20).

Cabe temer cierta confusión en la manera de considerar lo que la Escritura nos dice acerca del campamento de Israel. La historia de este pueblo ofrece tantas analogías como contrastes con nuestra propia posición, tal como lo muestra, en particular, la epístola a los Hebreos, y nosotros debemos tomar en cuenta tanto las unas como los otros. Es importante, para ello, captar bien, por una parte, los principios morales válidos para todos los tiempos y, por la otra, los rasgos propios de las economías sucesivas, a fin de no volver a cosas perimidas y, en cambio, extraer de ellas el provecho tenido en vista al sernos relatadas.

El Señor Jesús mismo nos enseña que “el Espíritu de verdad… os hará saber las cosas que habrán de venir” (Juan 16:13). Este es el tema del Apocalipsis.

El Señor Jesucristo, el Hijo del Dios vivo, da a todos los suyos esta maravillosa promesa en Mateo 18:20: “Donde están dos o tres congregados en mi nombre (o hacia mi nombre), allí estoy yo en medio de ellos”.

La Biblia nos enseña muchas preciosas verdades relativas a Dios, su naturaleza, sus perfecciones y su ser. Pero eso no es todo lo que nos revela de él. Hay en Dios un misterio que no podemos sondear, porque escapa a la inteligencia humana más elevada.

La gran verdad del Nuevo Testamento consiste en que Dios es trino y que se nos reveló como Dios el Padre, Dios el Hijo y Dios el Espíritu Santo.¿Cuántos cristianos son conscientes de que el Espíritu Santo no es tan sólo un poder o una influencia, sino verdaderamente una Persona divina? ¿Cuántos son los que saben que el Espíritu Santo mora en ellos?¡Qué efecto se produciría en nuestra vida si verdaderamente tuviéramos conciencia de que Dios el Espíritu Santo mora en todo creyente y que Él quiere regir y dirigir nuestra vida! ¡Qué diferencia habría si supiéramos que Él también mora en la Asamblea y que en ella quiere dirigirlo todo según sus pensamientos y utilizar a quien Él quiere!Escudriñemos, pues, las Escrituras y recibamos en nuestros corazones, para ponerlo en práctica, lo que ellas nos enseñan sobre Dios el Espíritu Santo.

Del libro de Rut se desprende un encanto particular, de modo que este breve relato ejerce un gran atractivo incluso sobre el lector más indiferente. Se trata de una historia de amor de otros tiempos, en la cual se mezclan tristeza y gozo, faltas y consagración, vida y muerte, cuyo fin es la llegada del día de las bodas y el nacimiento del heredero. El escenario tranquiliza el alma al transportarnos a regiones campestres en compañía de segadores y espigadores. No obstante, para el cristiano que lee las páginas sagradas teniendo a Cristo como meta, el libro de Rut presenta un interés más profundo que adquiere un significado más rico, porque discierne en todas las Escrituras “lo que de Él dicen” (véase Lucas 24:27).

Jesús: “No hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos” (Hechos 4:12). Tampoco hay otra persona que sea el centro de la reunión de los redimidos (Mateo 18:20). El deseo del Señor también es congregar a sus redimidos alrededor Suyo, para ser su Centro. Pero uno debe tener mucho cuidado para no aplicar estricta y teóricamente las verdades concernientes a la congregación, mientras individualmente deshonra al Señor, lo cual desacredita Su Nombre y Su testimonio, además de ser piedra de tropiezo para los que quieren acercarse.

Este folleto ha sido escrito con el fin de ayudar a los creyentes, especialmente a los recién convertidos, en lo relacionado con el partimiento del pan. Pero, sin duda, también será útil a los que llevan más tiempo andando con el Señor. Todos los que quieran seguir, servir y agradar al Señor Jesús aquí en la tierra, están cordialmente invitados a leer estas líneas, pidiendo siempre la guía del Señor.

Esta compilación de textos escritos por varios hermanos a lo largo de los años desea responder a las preguntas siguientes: ¿Cuál es el camino trazado por la Palabra de Dios para congregarse? ¿Qué es una reunión de iglesia o asamblea? ¿Quién debe conducir las reuniones de la iglesia? ¿Con quienes podemos reunirnos y qué significa tener comunión a la mesa del Señor? ¿Qué significa guardar la unidad del Espíritu? Estos textos nos ayudan a entender el «terreno espiritual bíblico» para reunirnos como iglesia.

En estos últimos tiempos, en estos días en que los corazones de los hombres se llenan de espanto a causa de las cosas que suceden o han de acontecer pronto, nos es grato ofrecer, a creyentes y amigos de habla castellana, la presente adaptación de la obra del siervo del Señor y autor cristiano holandés H. L. Heijkoop; la cual, publicada en artículos en una revista bíblica juvenil, fue luego compilada e impresa.

Elías, profeta del Dios vivo, empieza su ministerio público en los más sombríos días del pueblo de Israel. Está encargado de despertar las conciencias y de reconfortar el corazón del pueblo de Dios en los días de ruina. Primeramente debe llevar al desfalleciente pueblo de Dios a tener noción de sus responsabilidades, aplicándoles la palabra de Dios a sus conciencias. Seguidamente, alentará a los fieles elevando sus pensamientos por encima de la ruina que los rodea, y sostendrá sus corazones presentándoles las glorias venideras.

En un tiempo como el presente, cuando casi toda nueva idea se convierte en el centro o punto de reunión de alguna nueva asociación, no podemos menos que percibir el valor de tener convicciones divinamente formadas acerca de lo que es realmente la Asamblea de Dios.

El tema de mi meditación en estas páginas es la gloria moral del Señor Jesús o, según nuestro modo de hablar, el carácter de nuestro Señor. En él todo subía a Dios como sacrificio de olor grato. Cualquiera de las expresiones de lo que él era, aun la menor, y cualquiera fuese la circunstancia a que ella se refiriese, era un perfume de incienso. En su persona –pero únicamente en ella, por cierto– el hombre fue reconciliado con Dios. En Jesús, Dios volvió a hallar su complacencia en el hombre, y eso, además, con un incremento inefable, puesto que en Jesús el hombre es más caro para Dios que lo que hubiera podido serlo en una eternidad de inocencia adámica.

Las páginas que siguen tienen por objeto recordar las enseñanzas de las Sagradas Escrituras acerca del importante asunto de la Iglesia o Asamblea del Dios viviente (1 Timoteo 3:15). El estado actual del mundo cristianizado no es precisamente el mismo que el del tiempo en que el Señor ponía de nuevo en luz, por medio de servidores calificados, muchas verdades olvidadas. Estas verdades han sido difundidas quizá mucho más de lo que ellos pudieron sospechar. Pero el enemigo las ha mezclado artificiosamente con innumerables y perniciosos errores, por lo cual no es siempre fácil separar lo que se halla fundado en la Palabra de Dios de lo que es inaceptable para todo aquel que desee obedecer a la Palabra.

Qué maravillosa expresión es esta: “La iglesia del Dios viviente”, la casa de Dios, la columna y el baluarte de la verdad. El Dios viviente tiene una Iglesia que es su casa y el lugar de su morada en la tierra. Deseamos considerar esta Iglesia y descubrir cuál es el pensamiento de Dios en lo concerniente a ella.

Habiendo considerado el cuerpo de Cristo o la Iglesia de Dios como un todo, llegamos a la iglesia en su aspecto local, es decir, la Iglesia en una determinada localidad. En este aspecto, la unidad de la Iglesia tiene que ser visible, debe tener las características de un cuerpo viviente “para que el mundo crea…” (Juan 17:21).

La asamblea original formada en Jerusalén perseveraba “en la doctrina de los apóstoles, en la comunión unos con otros, en el partimiento del pan y en las oraciones” (Hechos 2:42). Aparte de la comunión, la cual tiene que ver con todas las reuniones y a la vida entera de los creyentes, tenemos aquí tres características especiales que distinguieron la vida de la asamblea de estos santos: la enseñanza, el partimiento del pan y la oración.

A través del libro de los Hechos sabemos que los creyentes se reunían para la oración colectiva. Nos enteramos también de que en todo momento de dificultad se convocaba a reuniones de oración. Notemos, además, que las ocasiones en las que se producían grandes bendiciones eran precedidas por reuniones de oración.